¿Honestamente?, de la chingada. Llevo muchos días intentando encontrar algún por qué, cualquier pretexto que parezca envolver tanta falta, pero nada.
Me estoy deshaciendo, en toda la literalidad posible, mi piso está lleno de cachos de piel, que voy pisando, que me van recordando todo aquello que he sido.
Y me duele, tormentosamente, porque pareciera ser el aviso de todo lo que busco en la vida, aquél poema que no acaba rotundo, sino desquebrajado, en tragedia que no vale la pena comentar.
Me fui dos meses, me fui para cambiar, para estar sola, y todo era hermoso, tan hermoso que me preocupaba, ¿cómo podía haber tanto bien de repente, sin ningún mal?, no podía, ese era el problema, el advenimiento, la condena.
No puedo hacer otra cosa que verlo como prueba, una prueba real, quizás ésta es la real soledad, no una inventada y fantástica, sino en la que te mueres poco a poco y no tienes ningún cuerpo que abrazar. La soledad en la que pasas horas enteras en un hospital perdiendo el aliento, temblando con escalofríos, dejando de sentir la sangre correr, miembros dormidos, y tú, a punto de soltarte en un llanto potente, alguno que te distraiga de tu tan linda fortuna. Miradas de otros en espera que ponen gesto de terror, pero no hay palabras que te consuelen, tan sólo silencio rotundo.
Para ser honesta, creí que cuando por fin mi piel comenzara a sanar, me sentiría una vencedora, con nada que me impidiera estar bien, pero no pasó nada así, sino lo contrario, me percaté que si lo logré era por pura lógica natural, ese deseo de sobrevivir que se da más allá de nosotros, y digo más allá, porque no lo decidía yo, en realidad no hacía más que alucinarme con la piel arrancada, y que la consecuencia, fuera estar muerta.
La parte irónica de todo, es que cuando la comezón comenzó, me atreví a hacer un escrito siniestro sobre una mujer serpiente que cambiaba de piel, y había al final de el relato una gran victoria. Poco sabía yo de los días que precederían a ese escrito, en donde la piel se llenaría de ronchas y manchas, de moretones y sangre, de quemaduras de primer grado. Poco sabía yo de las horas que iba a pasar en el hospital, de la cantidad de medicinas que iba a tener que tomar, de el vómito consecutivo de las mismas, de las inyecciones, y los baños de cortisona. En realidad, mi cuerpo comenzó a adaptarse a mi historia, y sí, comencé a perder la piel, despellejándome, literal y metafóricamente.
Comprendí que la realidad es a veces más siniestra que nuestras ficciones, puesto que soñé con esta última semana de mi viaje, soñé con ese último café, ese último helado, esa última pisada en mi calle preferida, esa última ida al súper. Cada momento estaba en la espera de su día, y en lugar de todo ello, viví la semana del infierno, como poesía pura, en donde no he tenido fuerza alguna para escribir.
Al darme cuenta de mi propia vulnerabilidad, decidí reconocerme a mi misma, frente al espejo, frente a ese espejo que reflejaba un monstruo y sus pecados, que en realidad no soy fuerte, ni quiero ser. Acepté gritando que quería regresar antes, que no soportaba los minutos, que necesitaba desaparecer. Es una monserga el hecho de que estando en la peor crisis, nada quiera ceder. No hubo posibilidad de cambiar el vuelo, y tuve que permanecer más días en la soledad del infierno que yo misma me propuse, creyendo que todo iba a ser subida, y no una bajada tan desproporcional.
Mi parte sincera, la que es optimista, aunque sea la que menos sale a la luz, intentó aprender todo lo posible, pero no encontré nada, nada dentro de un discurso óptimo, nada que me mantenga con la certeza de que debía ocurrirme. Siempre suelo encontrar explicación, alguna simbología perfecta, alguna metáfora que se transforme en justificante correcto. Hoy no, y sigo rascándome, sigo arrancándome a mi misma, creyendo que aún es posible deshacerme un poco más, aunque el ardor ya no me lo permita.
Quizás, quizás descubrí que la soledad no es tan necesaria. Quería forzarme a ella, quería saberme en ella, quería enamorarme de ella y sobrevivirme en ella. Al final, aunque todo lo anterior ocurrió, divisé que no es una cuestión de poder o no, cualquiera podría, y lo que debo aprender es pedir ayuda, pedir consuelo, pedir una mano extendida.
No he dejado de pensar en mi madre, tan presente aunque estuviera a kilómetros de distancia, sosteniéndome como por arte de magia. Los demás no estuvieron, pero eso no es sorpresa, quizás pensaban que exageraba, como si no supieran que el hecho de atreverme a pisar un hospital es presagio inquebrantable de que ya estoy rotundamente mal. Tan es así, que sigo soñando con más inyecciones, agujas que me recuperen.
Y eso es todo, por ahora, debo ir a recostarme, a acabar de vivir el escrito que me propuse, a cambiar de piel, ser serpiente y ser mujer. Seguramente a quejarme un poco, y regañarme, quizás con paciencia logré ver qué era lo que necesitaba comprender. O quizás ya lo sé, y en algún futuro lejano pueda decir segura: “fue a los veintidós cuando cambié de piel”. Renacer.